ANAGKE
Y dijo la paloma:
—Yo soy feliz. Bajo el inmenso cielo,
en el árbol en flor, junto a la poma,
llena de miel, junto al retoño suave
y húmedo por las gotas de rocío,
tengo mi hogar. Y vuelo
con mis anhelos de ave,
del amado árbol mío
hasta el bosque lejano,
cuando al himno jocundo
del despertar de Oriente,
sale el alba desnuda, y muestra al mundo
el pudor de la luz sobre su frente.
Mi ala es blanca y sedosa;
la luz la dora y baña
y céfiro la peina.
Son mis pies como pétalos de rosa.
Yo soy la dulce reina
que arrulla a su palomo en la montaña.
En el fondo del bosque pintoresco
está el alerce en que formé mi nido;
y tengo allí, bajo el follaje fresco,
un polluelo sin par, recién nacido.
Soy la promesa alada,
el juramento vivo;
soy quien lleva el recuerdo de la amada
para el enamorado pensativo;
yo soy la mensajera
de los tristes y ardientes soñadores,
que va a revolotear diciendo amores
junto a una perfumada cabellera.
Soy el lirio del viento.
Bajo el azul del hondo firmamento
muestro de mi tesoro bello y rico
las preseas y galas:
el arrullo en el pico,
la acaricia en las alas.
Yo despierto a los pájaros parleros
y entonan sus melódicos cantares:
me poso en los floridos limoneros
y derramo una lluvia de azahares.
Yo soy toda inocente, toda pura.
Yo me esponjo en las ansias del deseo,
y me estremezco en la íntima ternura
de un roce, de un rumor, de un aleteo.
¡Oh, inmenso azul! Yo te amo. Porque a Flora
das la lluvia y el sol siempre encendido:
porque, siendo el palacio de la aurora,
también eres el techo de mi nido.
¡Oh, inmenso azul! Yo adoro
tus celajes risueños,
y esa niebla sutil de polvos de oro
donde van los perfumes y los sueños.
Amo los velos tenues, vagarosos,
de las flotantes brumas,
donde tiendo a los aires cariñosos
el sedeño abanico de mis plumas.
¡Soy feliz! porque es mía la floresta,
donde el misterio de los nidos se halla;
porque el alba es mi fiesta
y el amor mi ejercicio y mi batalla.
Feliz, porque de dulces ansias llena
calentar mis polluelos es mi orgullo,
porque en las selvas vírgenes resuena
la música celeste de mi arrullo,
porque no hay una rosa que no me ame,
ni pájaro gentil que no me escuche,
ni garrido cantor que no me llame.
—¿Sí?—dijo entonces un gavilán infame,
y con furor se la metió en el buche.
Entonces el buen Dios, allá en su trono,
(mientras Satán, por distraer su encono
aplaudía a aquel pájaro zahareño)
se puso a meditar. Arrugó el ceño,
y pensó, al recordar sus vastos planes,
y recorrer sus puntos y sus comas,
que cuando creó palomas
no debía haber creado gavilanes.