A través del alambrado.
Nunca había deseado tanto que llegara ese treinta de agosto. Para él la primavera comenzaba al otro día del pasaje de Santa Rosa; pero como nunca este año, el temporal que siempre se anunciaba con lluvias diluvianas, vientos huracanados, había pasado casi desapercibido. Apenas unos truenos, unos relámpagos, cuatro o cinco gotas locas que repiquetearon sobre las chapas y luego esa lluvia mansa. Había trabajado tanto preparando los canteros, los almácigos, los tapaba siempre a la tardecita. Le tenía tanto miedo a las heladas. Realizó en forma casi quirúrgica la poda al parral, al duraznero, a cuanto árbol frutal tenía en su terreno, amplio y generoso, como son los terrenos en los pueblos de campaña.
Le agradaba tanto la llegada de aquella primavera. Él lo había notado en los retoños del parral, lo había notado en los pájaros, que ya andaban de la pareja retozando temprano, alegrándolo con sus trinos, anunciando en sus juegos amorosos la llegada de la estación de los enamorados. Hacía días que él se entretenía mirando las bandadas de patos, esas aves migratorias que a su paso también le anunciaban cambios. Pero además él, a pesar de los años, notaba que algo cambiaba en su interior, algo diferente bullía en su sangre, algo que él creía perdido pero ella, la estación de los poetas y los románticos se lo hizo notar. Por esa razón se despertaba distinto, pero además, más temprano, contento, alegre y esperanzado.
Había llovido toda esa noche, una lluvia mansa que caía todavía lentamente a las seis de la mañana. Hacía ya largo rato que estaba despierto, largo rato esperando. Cantaron los gallos, salió el primer ómnibus rumbo a la capital, siempre puntual a las cinco y cuarto. Sonó el despertador, pulsó el botón para apagarlo, encendió la radio para no sentirse solo y miró al costado de su cama, nuevamente comprobó que le quedaba demasiado grande. No fue necesario prender la luz, a esa hora la claridad entraba diáfana por la ventana. - ¡Qué bien viene esta lluvia para mis plantas! Murmuro para sí en voz baja, Cándido Villalba. Se sentó en la cama, arrimó las pantuflas hasta colocarlas frente a sus pies, se calzó y se levantó estirando los brazos. Había dormido bien esa noche, y aprovechó ese momento para desperezarse. Miró por la ventana y vio las plantas agradecidas como se mojaban. El ciruelo ya hacía más de una semana que había echado flores y pequeños puntos verdes aparecían adentro de sus ramas. Las lechugas, los almácigos de cebolla, las acelgas trasplantadas, todo cobraba vida con esa bendita lluvia que caía sobre las casas con techo de lata. Don Cándido puso a calentar agua para el mate, se dirigió al baño. Se lavó la cara. Hoy no se iba a afeitar porque era martes. Martes y viernes, jamás tocaba la navaja. Se miró al espejo, se peinó y saludó al interlocutor que lo hablaba desde el fondo de su alma. - Buen día Cándido. ¿La extrañas todavía? La verdad que si la extraño no sé qué contestarte, anoche me acosté pensando en otras cosas y hoy la lluvia me ayudo a olvidarla. Así que espejito. La verdad, no sé qué responderte. Te dejo, chau, nos vemos mañana. Cándido Villalba aprontó el mate, saludó a su perro y se sentó. No se sentía tan solo, tenía una radio, una quinta bien prolija llena de frutales y hortalizas, una mesa de luz atiborrada de libros, un perro, un espejo que todas las mañanas lo saludaba, pero además estaba ella, la vecina, que al igual que él, le estaba sobrando media cama. -¿Que estará soñando mi vecina? Se preguntaba, mientras que en la radio las noticias le llegaban a través del locutor que con voz casi familiar ya temprano le informaba que hoy se festejaba el día de los desamparados, que se seguía buscando a Salvador Contreras, que se llevó todo el dinero del banco popular y que otra vez llegamos solo a octavos de finales y perdiendo por goleada. Atentó a todas esas noticias estaba Cándido, cuando llamaron a la puerta. ¿Quién será? – Se preguntó – Si recién son las siete de la mañana. Ordenó a su perro a que se echara y se dirigió hacia ella. Miro por el visor y lo que vio le hizo refregarse los ojos. No podía creer lo que estaban mirando. ¡La vecina!, ¿Qué buscará a esta hora, tan temprano? Abrió la puerta y saludó de una forma por demás cordial.
. _ ¡Buen día! Le dijo sonriente.
._Buen día don Cándido – Contestó ella con un sobre en la mano.
.¬_¬¿Qué sucede? ¿Que anda haciendo levantada?, Además esta lluvia, mira si se resfría por salir así.
.¬_ Bueno vecino, como ayer no lo pude ver por el fondo, pues posiblemente estaba usted ocupado, vine a traerle esta carta que viene de España. La dejaron en mi puerta y por el nombre y dirección es para usted vecino, como su señora esta en Europa.
._Bueno vecina. Le agradezco, pero quisiera aclararle algo, la que está por allá es Marta González, la remitente de esta carta. Ya no es mi señora, antes de irse se quiso divorciar. Quería ser libre a los cuarenta años. Bueno libre siempre fue, solo que ahora teníamos que hacer esos trámites engorrosos que la burocracia ha inventado, pretextos sin sentido para seguir manteniendo a las personas maniatadas a papeles, formalismos, aunque sus corazones ya no sientan nada.
._ Perdón vecino yo no sabía.
._ No tiene por qué saberlo, pero a ver, permítame el sobre, vamos a averiguar que nos manda a decir Marta. Hoy creo que hace un año que se fue. Más vale ni acordarse. Me tenía medio loco con ese viaje. Primero me pidió la mitad de la casa, luego la mitad de los muebles, la mitad del Cipriano. En realidad lo que ella quería era plata. ¡No! – Le contesté– El perro no se va de esta casa, si quieres llévate ese pobre canario, que tienes preso, adentro de esa jaula. Pero que hago, que descortesía. Por favor pase, que sé está mojando.
._Don Cándido, por favor. Ya me voy, después hablamos por el fondo. A través del alambrado. Saludó y se fue mirando para todos lados. No quería que algún vecino la viera en la casa de don Cándido, tan temprano. Ella también estaba sola, su marido hacía más de un año que se había marchado para Miami. Esa mañana iría nuevamente a la casa de cambio por enésima vez, a preguntar si había llegado algo de dinero de su esposo, ya hacía tres meses que no le mandaba un miserable billete. Cándido la quedó mirando. Tomó la carta. Se fue a la cocina. Se sirvió otro mate, y acaricio a su perro que lo estaba esperando. ¿Qué sello tan raro y que dirección tan extraña? No abrió el sobre, seguía pensando en su vecina que estuvo a punto de entrar a su casa. Los había visto llegar hacía más de seis años, a los recién casados. Habían heredado la casa de la abuela de ella. La habían arreglado para dejarla un poco más aseada, y se metieron adentro a estrenar su amor fresco como sus años. Eran tan jóvenes. Como los envidiaba Cándido Villalba. Desde la quinta los observaba, a través del alambrado que separaba las dos casas. Miraba como se sentaban en el patio, siempre tarde. Él no podía encontrar un buen trabajo, entonces se sentaban debajo de la parra, mientras ella lo acariciaba y lo besaba, él iba tachando en el diario las pocas ofertas de trabajo que le iban quedando. Cansado de todo esto un día se armó de coraje y se mandó a mudar al norte, al país del tío Sam.
- Me voy Le dijo – Prepárate, que dentro de un par de meses te mando a buscar.
Se fue, a los tres meses le mandó unos pesos, mientras ella se revolcaba sudando solita en su cama, que le quedaba demasiado grande.
Cándido abrió el sobre y lo primero que notó fue que la carta era realmente de Marta, pues la letra no había cambiado para nada.
Querido Cándido, hoy me anime a escribir mi primera carta. No sé como tú lo vas a tomar, pero la verdad hoy me doy cuenta lo estúpida que fui, ¿Qué fue lo que vine aquí a buscar? Vivo en Barcelona, pero en verdad no conozco nada. Desde que llegué, pasó encerrada en este sótano, fritando crepés, que allá en el paisito son realmente las frilloas de panqueques. Trabajo catorce horas por día, a dos sartenes. Estoy más blanca que el Conde Drácula, y a España no la conozco absolutamente nada. Dejo el sartén y me caigo dormida en una cama, también aquí en el sótano, pues si tuviera que pagar un alquiler no sé cómo haría para juntar dinero. Además mi patrón tiene guardado mi pasaporte por miedo a que me marche. Salimos de Uruguay a Buenos Aires, de allí a Estados Unidos, luego Sudáfrica, Finlandia, Alemania, desde allí por tren a Francia y de París a España también en tren. Teníamos que despistar a emigración, como que realmente éramos turistas, así que el dinero que me diste de la casa, casi todo se me fue en el pasaje. Seguía la carta relatando otros detalles, pero Cándido prácticamente no le dio mayor importancia. Lo único que atino a decir fue. - Pobre Marta, en fin, quería conocer España. Se quedó pensando. Claro a ella le habían contado que allá la gente vive en casas confortables hasta con piscina y las radios, los televisores, las licuadoras, la gente aburridas de verlas las tira casi nuevas a la calle. Que allá cualquiera tiene un auto, que era digno admirar a las españolas como lucían sus collares, sus broches de oro y plata que Pizarro tan equitativamente había negociado con los Incas hacía más de quinientos años. Pero además los Gallegos a los Uruguayos nos querían mucho y enseguida nos encontraban un buen trabajo, que a los que llamaban Sudacas era a los otros, a los ecuatorianos, a los peruanos, pues siempre los miraban a ellos como reclamándoles algo. Él apenas si tenía esta humilde casita y el único vehículo que le había podido regalar era una bicicleta de segunda mano. Tomó el sobre, guardó la carta sin antes leer un recuadro que decía. Cándido si quieres podemos chatear por Internet, mi dirección es www Marta gom. Punto coom. Cándido sonrió y murmuro en vos baja. Anda a cagar Marta te fuiste ayer y ya estas escribiendo en Gallego. Yo que sé quién es ese tal de w.com del que me hablas. Tomó otro mate frío y se fue apurado a su trabajo. Hacía ya un montón de años que trabaja en esa barraca, los patrones le tenían mucho afecto pero además una gran confianza; ellos le habían prestado el dinero cuando su mujer había enloquecido con ese tal viaje a España. Le dijo. Si quieres Cándido me sigues, yo me marcho de este país de mierda, quiero ser libre, conocer, viajar, quédate vos con tu casa, con tu quinta, con tus tangos. Pobre Marta, me da lástima. ¿Cómo estará ella que le molestaba tanto estar fritando, el olor a aceite le repugnaba?
Al mediodía llegó como siempre, puntualmente a las doce y cuarto en su bicicleta negra de ruedas anchas, la Robusta, aquella compañera que lo acompañaba desde hacía tantos años. Sacó el perro a la calle ya no llovía. Luego se fue al fondo, a su quinta a mirar las plantas y torcer el ojo para la casa de su vecinita que parecía que lo estaba esperando.
._Y don Cándido Le preguntó - ¿Cómo le fue en el trabajo?
.- Bien vecina y a usted. La vi pasar por la barraca.
._Sí, contestó ella – Fui a ver si mi marido me había mandado algún dinero
._ ¿Y? Preguntó él más intrigado que ella.
._Sabe que estoy preocupada, no solo que no me manda el dinero, sino que no me escribe más.
._Debe estar bien. Le contestó él – Algún contratiempo habrá tenido – No se aflija vecina por las dudas usted cualquier cosa que precise, me dice nomás. Para eso estamos los vecinos, para ayudarnos.
._Gracias don Cándido, usted es tan bueno, siempre me está regalando algo, una lechuga, un atado de acelga, un nabo, un puñadito de perejil. Le vuelvo a repetir, usted es tan amable. Perdone que le pregunte, pero ¿cómo esta Marta, su ex esposa?
._Bueno, parece que está bien, peligro por ahora no corre, pues pasa las veinticuatro horas en un sótano fritando panqueques.
._ ¡No me diga don Cándido! ¿Qué más le contó?
._ Bueno después hablamos de eso, vuelvo a las seis de la tarde, cuando llegue, mientras tomo unos mates, si tú quieres conversamos. Claro que conversaron esa tarde, casi hasta entrada la noche, los dos a través del alambrado, se espantaban los mosquitos a los manotazos, pero a ellos no les molestaban para nada los pinchazos, seguían entretenidos en su dialogo. Al día siguiente él le regaló una docena de zapallitos de tronco, ella se los devolvió rellenos de carne y de papa, luego las acelgas volvieron en bandejitas con bocadillos crocantes y así a través del alambrado, verdura va comida viene iba naciendo algo. Un día ella, cuando él le alcanzaba una fuente llena de ciruelas recién arrancadas, ella le susurró algo que él no alcanzo a captar.
._Don Cándido, yo lo adoro. Le dijo con voz temblorosa y sonriente con sus jóvenes veintisiete años.
._No, él no habla todavía. Le contesto y siguió entretenido regando.
._ Que entendió usted don Cándido, le dijo ella mientras se fruncía para no alargar la carcajada. Bueno creo que me preguntaste por el loro. ¡No! don Cándido, lo que yo le dije es que lo adoro, que lo amo, es usted tan bueno, tan amable.
._ ¡Ah! Pero mira vos. ¿Así que me amas? ¡Qué casualidad! Creo que a mí también me pasa lo mismo, que te amo.
Ella dejó la fuente en el suelo y lo beso en la mejilla a través del alambrado. Pobre Cándido quedo más colorado que las ciruelas de la fuente.
Se amaron de la cintura para arriba, pues para abajo estaba el tejido que separaba las dos casas. Se amaron, no les importo más nada, ni que los vecinos murmuraran y hasta a veces descuidaban las plantas. Un día el corto el tejido, enterró dos postes de madera y abrió una puerta para que el amor cruzara tanto para un lado o para el otro. Ella aprendió al detalle todas las técnicas de un buen hortelano, y él aprendió a decirle.
Te amo Estela, te amo tanto. Por favor no me llames más Cándido, estoy naciendo de nuevo a los cuarenta y ocho años.
Amaneció en su cama, en la abrazo fuerte y dijo con vos entrecortada.
Estela hoy no te vayas a tu casa, espérame a que llegue quiero soñar que esto es perdurable.
._ Que dices mi tontito, jamás te dejare, puedes estar seguro, no importa lo que digan, que los años, que la edad. Déjalos, vivo para vos y siempre estaré para cuidarte. Se abrazaron, se amaron esa mañana hasta tarde, él en muchos años no había faltado a su trabajo y andaban a los besos y a los abrazos, pisaban los canteros de cebollas, se revolcaban jugando como niños mientras los invadía el olor perfumado de las albahacas. Pasaban horas sacando las vaquillas de San Antonio que se comían las hojas del zapallo. Plantaron, se amaron, mientras miraban los aviones que por el cielo en ese punto ya pasaban alto, cargados de gente que marchaban al norte. ¿A buscar qué?, Ellos no sabían. No pensaban en viajes, habían aprendido a amar otras cosas que estaban tan cerca de sus manos. Un día enterraron una semilla de calabaza, la vieron nacer, crecer, dio un fruto tan grande que al igual que su amor tomaba formas descomunales. Alertado por un vecino que le dijo
. – Tenga cuidado; no sea que se le pudra la calabaza.
Entonces el tomo un hacha, cortó la planta, le abrió a la enorme calabaza una puerta y una ventana se metieron adentro a soñar y hacer planes para el mañana. Fue ahí que ella le hizo una propuesta. Amémonos aquí y busquemos lo que los dos estamos esperando. Plantemos la semilla y esperemos el fruto, mirando por la ventana como algunos se marchan en esos aviones.
._Déjalos mi amor. Le contestó él mientras la acariciaba.
. – Déjalos que se vallan.
._ ¡Cartero! Gritó una voz, y los dos se miraron.
Ramón.
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