De algo hay que vivir.
Lindas como pocas eran esas mañanas de mayo.
Un sol madrugador lo iba anunciando desde muy temprano y Esperanza se aprestaba a enfrentar otra jornada con su letargo a cuesta, tan común en pueblos como estos, que perlan los caminos, entretejiendo historias como la que voy a contar.
Don Octavio Barone se paseaba por la vereda, silbando muy bajo una melodía que trajo con él cuando partió de Italia, huyendo de la miseria.
Silbaba cabeza gacha y hurgando entre los yuyos, buscaba caracoles para el almuerzo. Muchas veces no los comprendemos, pero las guerras no solo dejan muertos, dejan desesperanzas, hambre y sufrimientos.
Don Octavio juntaba caracoles, pues él sabía prepararlos, ya no por necesidad, sino más por costumbre y según los dichos de sus allegados: quedaban a pedir de boca.
Pero esa mañana andaba preocupado.
Había entrado y salido varias veces de su negocio. Iba hasta la esquina, volvía, se paraba a conversar con un vecino, pero eso no atenuaba su inquietud.
Hacía ya bastante tiempo que nadie se moría en Esperanza y esa era su angustia.
Los números no cerraban y don Octavio tenía cuentas que pagar y si nadie se moría: Había que hacer algo, para que la funeraria no terminara cerrando.
No solo eran las cuentas, lo que preocupaban a don Octavio, sino más bien, como le decía a su dependiente, que, si esto no mejoraba, no tenía otra alternativa que despedirlo, o al menos suspenderlo hasta que alguien se muriera.
Tristeza andaba contento.
Hacía días que se lo veía cambiado, aunque no se dieran cuenta, se sentía feliz y miren que para que se le notara la alegría en la cara, tendría que ser por algo muy importante.
Manolo Romero, conocido en Esperanza con ese apelativo había nacido justo para eso. Trabajar en una funeraria, pues sus facciones eran las ideales.
Sus ojos caídos y profundas ojeras, su nariz aguileña y un par de orejas bien grandes, extremadamente flaco y con casi dos metros de estatura, era justo la persona que don Octavio andaba buscando. Por eso se lo veía contento.
¡Si señores! Tristeza se había vuelto a enamorar y no de un imposible, como cuando se había enamorado perdidamente de la locutora de la radio, tan solo por su voz. Cuando se enamoró de Dulcinea Ramírez y de otras tantas, como su amor empecinado y nunca correspondido por Marilú, una linda mujercita que aparecía pintada en un jabón de baño.
Tanto jabón compró este hombre, como el amor que sintió por esa imagen, a pesar que él solo se bañaba los fines de semana.
Pero por suerte algo cambió y esta vez sí, el amor llegó a las puertas de su corazón y mes a mes recibía las cartas que Margarita le hacía llegar desde un poblado del otro lado del río.
Pero el tiempo va pasando, y con el tiempo llegaron los cambios y los adelantos y ahora Esperanza ya no era aquel puñado de casas que se estiraban por ambos lados de la ruta nacional. Ahora era más grande, cientos de camiones iban y venían transitando por la ruta nacional 84.
Entonces comenzaron a llegar los extraños. Gente que huía de la ciudad buscando la tranquilidad en estos lugares y aunque muchas veces venían los fines de semana, o en verano buscando el fresco del río, se hacían notar.
Entonces todo fue distinto, su rutina fue otra, ahora muchas cosas se nombraban en inglés y vivir se hacía más rápido y el pueblo se fue contagiando de esos que quieren ser más pero no pueden y salen tempranos de sus casas, para intentar comprar la anhelada felicidad así sea de a pedazos.
Pero volvamos a lo nuestro que era la preocupación de don Octavio Barone y su funeraria. ¿Recuerdan cuando les conté de los cambios y los nombres en inglés para ciertas cosas?
¡S! Ahora don Octavio tenía un competidor.
Una filial de “Asistencia Celestial” Se había asentado.
Una nueva forma de despedir a un difunto.
Sus cuatro salas velatorios impecablemente diseñadas para una última morada sobre la faz de la tierra, hasta su eterno descanso. Siempre y cuando paguen al contado y muchos servicios más. Como sala de estar para los deudos más cercanos. Servicio de cafetería y conexión a internet.
Mientras tantos, la otra, la más antigua, la de don Octavio; seguía con el empecinamiento que a los muertos hay que velarlos en sus propias casas, como siempre fue costumbre, desde tiempos ancestrales.
Se cubrían las paredes con sábanas blancas para tapar algún cuadro o un espejo, y en medio de la sala se colocaba el cajón.
En esos menesteres era experto, nuestro amigo Tristeza.
Él sabía cómo tratar a los dolientes. Como hacer lo mejor posible, para que el ambiente fuera digno de respeto y de eso él se encargaba.
Desde el cajón muy bien lustrado, las velas, los crespones dorados a ambos lados de las manijas, el Cristo crucificado velando por su alma y las coronas con bellas palabras que el muerto nunca llegaría a leer. El libro de deudos y las flores rodeando el cajón.
Así se pasaba la noche, hasta el día del sepelio. Mientras tanto, los parientes, amigos y alguno de esos que nada tenía que hacer, rodeaban el cadáver.
Gente jugando a las cartas, saboreando un mate o un buen café o hablando del finado y lo bueno que había sido ¡y como lo iban a extrañar!
Todo eso que les conté no pasaba en la otra. En esa que había venido a usurpar las costumbres de Esperanza.
Allí al finado lo velaban con horario, y pasaba el pobrecito toda la noche solito y recién al otro día seguían con la segunda parte.
Eso hacía, que un velorio o un entierro perdieran toda gracia.
Era toda más frío y a pesar de los mármoles y los cristales, no se percibía la calidez humana. Tristeza siempre dispuesta a complacer a los deudos hasta en lo más mínimo. Como cuando Tomasa Morales, antes de morir lo mandó a buscar y le dijo al oído que la enterrara junto con su radio portátil, porque no quería perderse el final de la novela que pasaban por las tardes. Y así fue y murió contenta, pobrecita.
- ¿Usted ve como es la gente y con las cosas que sale?
Comentaba nuestro amigo, Tristeza y así se pasaba. Contando anécdotas de velorios, de entierros y de aquella vez, cuando la pompa fúnebre era tirada por cuatro caballos y justo se desbocaron un sábado de tarde, espantados por un petardo que lanzó un hincha de Peñarol; o como la vez que Guimarães, antes de su muerte, mandó a confeccionar tarjetas, e invitó a todos los vecinos a que lo acompañaran a su eterno descanso.
Pero ahora Manolo Romero tenía por quien pensar y preocuparse.
Margarita lo había visitado y ya hacían planes para el casamiento, justo cuando don Octavio remolineaba por la casa, pensando cómo decirle a su dependiente que ya no le podía pagar.
Entonces esa misma tarde se lo dijo.
Tristeza pulía unos candelabros de bronce, entretenido como siempre en sus quehaceres.
Don Octavio se arrimó como sonseando y comentó.
- Mira Manolito, quiero decirte algo que es muy difícil y me cuesta mucho, siendo tu tan buena persona y siempre tan cumplidor.
- Diga nomás don Octavio. ¡Que nos puede afectar a nosotros, siempre tan cerca de la muerte!
- Tienes razón muchacho. Me has hecho reír.
- Lo que quiero decirte, es que a nadie se le da por morirse en estos tiempos y viste cómo es esto, si nadie se muere tendremos que cerrar.
- Además, están esos otros y casi seguro que se van a querer ir a morirse a la nueva.
- Lo sé don Octavio, Pero que le vamos a hacer.
- ¿y usted que piensa hacer?
- Yo pensaba suspenderte al menos hasta el invierno, o de lo contrario podemos arreglar de otra manera.
- En vez de pagarte un sueldo, te pago por entierro. Muere uno y tú vienes. Mientras tanto puedes buscar otro trabajo. Algo vas a encontrar para salir del paso.
- Y qué le vamos a hacer patrón, si nadie se muere no es problema nuestro.
- Lo único que lamento es que voy a tener que aplazar el casamiento, pero Margarita va a comprender.
Don Octavio llevó la mano al bolsillo y le dio a su dependiente los pocos pesos que le quedaban.
Quedaron en silencio y Tristeza solo dijo.
- Bueno Don Octavio, me voy. Si muere alguien usted me llama.
- Claro que si muchacho, estate atento.
Andaba nuestro amigo golpeando puertas, pues si alguien quería hacer algo, él estaba dispuesto. ¿Pero qué? Si el solo era entendido en cosas de difuntos.
Algunos lo veían, se persignaban y cerraban la puerta.
Otros lo veían llegar y se escondían.
Pero el pobre Tristeza no bajaba los brazos e insistió, hasta alguien se apiadó de él y le dio trabajo por unos días.
Fue pasando el tiempo. El invierno se hacía sentir y con ello los primeros resfríos, las gripes, los catarros fuertes y si no te cuidas, te mueres.
Entonces llegó el primero. Un viejito de las orillas, que ya venía jodido y no soportó.
Agosto vino con lluvias, vientos fuertes y un frío que calaba los huesos y como dice el dicho, que julio los prepara y agosto se los lleva, ese mes fueron unos cuantos y fue entonces que me encontré con Tristeza que venía silbando “Te acordàs mi chinita” Bajito, como para escucharse solo él.
- ¿Cómo andas Tristeza con este frío? Le pregunté. Asombrado al verlo así.
- ¡Y cómo voy a andar hermano! Cansado pero contento.
- Ayer enterré tres y hoy ya llevo cuatro y no ha pasado el mediodía.
Le di la mano y seguí mi camino y al llegar a la esquina le grité.
- Saludos a Margarita,
Metí las manos en los bolsillos y me fui sonriendo y sacudiendo la cabeza.
Ramón .