Todo un misterio.
Voy a narrarles algo que sucedió hace ya unos cuantos años. Tantos, que solo de pensar, una corriente helada corre por mi columna vertebral, sin dejar de pensar en aquellos momentos tan tristes y misteriosos.
Resulta que dos amigos de la infancia, esos amigos del alma, imprescindibles para ir forjando nuestro porvenir, vinieron a invitarme para ir de cacería y de pesca a un lugar desolado, sobre el río Uruguay, llamado Mbopicuà.
No soy aficionado a las armas y menos a matar un animal, pero viniendo de ellos la invitación, no podía defraudarlos y acompañarlos a ese lugar que me pareció fascinante. Recuerdo que solo una vez siendo adolescente, maté una gallina a pedido de mi madre, pero matar por matar, jamás.
Mis amigos contentos con su nueva canoa y yo bastante asustado por el oleaje de ese día.
Ellos se dedicaban a la caza y a la pesca y ese era su sustento. Mataban carpinchos, ciervos, jabalíes y cuanto bicho se cruzará frente al caño de la escopeta. Dos muchachos de origen humilde como yo y muy buenas personas. Ninguno de los tres superábamos los treinta años. Ellos dos, casados y con hijo y yo por el mismo camino.
No recuerdo cuanto demoró el viaje. La canoa se levantaba con el oleaje y yo deseando llegar. Mis amigos como si tal. Acostumbrados desde niños a esa vida de aventuras cotidianas para llevar el pan a sus casas. A eso de las cinco llegamos al lugar. Desde la canoa observaba el paisaje, las interminables dunas de arena y luego el bosque nativo, impenetrable.
Bajamos los canastos con los espineles, las dos escopetas y todo ese montón de artilugios necesarios para pernotar en esos lugares.
Ayudaba en lo que podía. Limpiamos primero el lugar donde armaríamos la carpa y luego el fogón.
Me introduje unos metros en el monte y una maraña de ramas y enredaderas, no me permitía avanzar. Volví al campamento y me hice de un machete y ahí si me sentí más seguro.
De cualquier manera, solo logré avanzar unos pocos metros, pues me encontré con un arroyo de aguas turbias, pero bien mansas, que desembocaban a unos cincuenta metros adelante, en las fauces del río.
José me invitó a que lo acompañara, pues iba a desparramar los espineles, no muy lejos, pues el río estaba muy crispado. Mi otro amigo, era un muchacho sano, sin maldad, solo que hablaba muy poco. Más bien, lo necesario. Le decíamos Cabeza y les juro que no sabía su apellido ni su nombre. Solo lo llamaba por su apelativo.
Al final mi amigo José se embarcó solo y a la hora ya estaba de vuelta en el campamento.
Nosotros ya habíamos prendido el fuego y puesto el agua a calentar para matear. El sol estaba alto todavía y apenas una nube, rayaba el firmamento. Mateamos, Se hacían planes para salir al otro día bien temprano y yo que observaba todo sin entender.
Se hizo la noche y nos preparamos para comer pues veníamos con hambre. La cena fue un guisito que traían preparado desde sus casas, pues hay veces que llegan tarde al campamento y no tienen tiempo de conseguir algo para cocinar.
Luego de la cena un cigarro y echamos más leña al fogón. No hacía frío. La primavera se hacía notar en todo su esplendor.
Una petaca con caña pasaba de manos en manos y nosotros a las carcajadas recordando nuestra juventud. Las chispas danzaban en la noche y el crepitar de las brasas al atizar el fuego era mi entretenimiento. Pero de pronto todo se detuvo. Los grillos dejaron de cantar, el viento se había muerto y el silencio nos embriagó. Los relojes del mundo pararon su tic tac y nosotros quedamos cabizbajos, quizás meditando anda a saber en qué. Entonces lo vimos. Un hombre elegantemente vestido, de traje y de corbata, bien peinado a la gomina, un ramo de flores en su mano y el aroma exquisito de su perfume que hasta el día de hoy jamás sentí.
El fuego apenas nos permitía distinguirnos entre nosotros, pera a este hombre lo veíamos en todo su esplendor, como si un aura fosforescente lo cubriera. Se acercó a nosotros, nos sonrió y siguió su camino, perdiéndose en la profundidad de ese bosque enmarañado.
Va a visitar su novia, murmuró el cabeza, al cual reafirmé lo dicho. José dijo lo mismo, pero ninguno de los tres habíamos escuchado su voz. Como lo hizo, no sé.
Esa noche se me hizo interminable. Por más que lo intentaba no podía dormir. La imagen de esa persona estaba latente en mis retinas. Al alba me levanté. José se levantó tras mío y el Cabeza ya había desarmado la carpa en penumbras y al momento partimos del lugar, Nadie hablaba. Todos en silencio sin decir palabras. Subimos a la canoa y comenzamos a avanzar a golpe de remo. Entonces nuevamente nos volvimos a estremecer al ver a pocos metros, el ramo de flores, flotando en el agua, al vaivén de las olas de un nuevo día.
Ramón.
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